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Nocturno Hermosillo

Los jueves, en Hermosillo, son días de Orquesta Filarmónica de Sonora (OFS). Son jueves de emprender una exploración auditiva, de realizar una cartografía sonora por las partituras históricas y modernas de la música.

Cada concierto de la OFS es eso y más. El concierto del jueves 20 de octubre, sin embargo, fue diferente. Un concierto de una manufactura especial. La agrupación, dirigida por Héctor Acosta, tuvo dos invitados de lujo: Juan Pablo Ontiveros Vásquez, como director invitado, y al pianista ruso-mexicano, Vladimir Petrov.

Ante un lleno total en el Teatro de la Ciudad, en la Casa de la Cultura, el concierto arrancó con “Nocturno del Pacífico”, composición de Juan Pablos Ontiveros Vásquez, ganadora del Premio Arturo Márquez 2021.

El título remite a los “Nocturnos” de Xavier Villaurrutia. Poemas modernistas de una belleza incomparable. Así es «Nocturno del Pacífico”, una composición que transita entre la música tradicional del suroeste mexicano, esa potencia de las piezas de banda; con un academicismo sinfónico muy cuidado.

La Orquesta Filarmónica de Sonora ejecuta la obra de una forma exquisita, la música que habitamos, que nos habita. Cada nota de “Nocturno del Pacífico” es un verso poético que rivaliza con la belleza de los Nocturnos de Villaurrutia.

Si cerramos los ojos estamos inmersos en el manto estelar de la noche michoacana, o guerrerense o bien oaxaqueña. Explotamos en ese sentir popular, caótico y febril, quizá, pero también en ese fino ordenamiento academicista. “Nocturno del Pacífico” puede parecer un oxímoron, pero es una pieza de una complejidad que quita el aliento.

Escribía Villaurrutia en uno de sus Nocturno, el dedicado a Agustín Lazo:

«Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.
Hallar en el espejo la estatua asesinada.»

“Nocturno del pacífico” es un poema musical de similar belleza.

La segunda pieza del concierto es “Concierto para piano No.21 en Do Mayor” de Mozart. Poco importa hacer una nota introductoria a la pieza. El piano, que está en el centro del escenario, por fin es habitado por un hombre. Un hombre espigado, con traje impecable, entra y se sienta. Pese a que uno espera siempre con optimismo, lo que el público está a punto de presenciar es casi inenarrable.

La OFS, bajo la dirección de su director invitado, empieza a tocar. Belleza. Llega el turno de Vladimit Petrov, el pianista ruso-mexicano llegó a México a los 3 años con sus padres, concretamente a San Luis Potosí. Heredero de un talento musical sin parangón. Las manos de Vladimir Petrov parecen flotar sobre las teclas del piano, la música parece no coincidir con el movimiento de sus manos.

Como si tuvieran vida propia, las manos de Petrov, que toca sin las hojas de partitura, haciendo gala de una memoria prodigiosa y de un entendimiento musical brillante, pronto se adueñan del escenario. Una oda a la pericia y al talento musical. Sus manos no se detienen. Su cuerpo parece relajado, se inclina un poco, cruza las manos.

La música no se detiene. Hay un prodigio en esas manos, una especie de ensoñación se apodera del Teatro de la Ciudad. El público está sin respirar, sin parpadear. Sus manos es como aquella mano de la película francesa “Perdí mi cuerpo” -una bellísima reflexión del cuerpo y la memoria- o quizá nos hace pensar en el mito que rodea al violinista Paganini, que se dice que vendió su alma por tener el talento interpretativo que tuvo.

Ante la incapacidad de dar respuestas lógicas a lo que no comprendemos, nos volcamos a la ficción. Vladimir Petrov, con su bellísima interpretación, nos hizo cuestionar si era real lo que observamos.

Cuando termina la obra de Mozart, el público despierta de su ensoñación. Hemos asistido a un tour de force, a un embrujo auditivo. El público aplaude. Vladimir se retira. El aplauso se ha quedado como ruido de fondo, no se va. Regresa Valdimir al escenario. Con una voz refinada sólo avisa: “El Cascanueces” de Tchaikovsky. Y vamos de nuevo. La épica decimonónica, el piano como caja de resonancia. Nuevamente, aplausos infinitos. Sale del escenario. Regresa. “Estrellita” del compositor Manuel M. Ponce.

¿Para qué contar el final? Un concierto único que aún se escucha el eco de los aplausos que se dieron en el Teatro de la Ciudad.